La primera vez que escuché lo del caché de las viudas yo misma me quedé muerta. Era el caso de una mujer que podría haber matado a su marido o inducido a su amante a que lo matase.
Le decía a mi informante si no quieres a tu marido lo dejas y ya está. Y el abogado de la víctima me dijo: esto es un pueblo, no está bien visto estar divorciada, mejor viuda; aluciné.
Antes había asistido a venganzas frías en entierros y funerales.
En algunos la compañera sentimental de los últimos años, la que lo cuidó y llamó a su última ambulancia quedaba opacada y marginada en el funeral oficial. Era la venganza de las primeras mujeres, las legales que nunca quisieron firmar divorcios. La viuda soy yo, sus hijos son míos.
Recuerdo perfectamente las honras fúnebres de un gran pintor gallego: a la iglesia asistieron sus hijos y su mujer y el ayuntamiento organizó un acto cívico al que fue su última compañera sentimental.
Los rumores sobre el caso Preysler me recuerdan historias como ésta que los narradores de la casposa prensa del corazón recogen en clichés del tipo: “ no quiso darle su lugar”. Quería coronar su currículum siendo la viuda de un gran escritor y quizás también querría por qué no parte de los royalties que genera el autor.
Pensé que lo íbamos a leer en una novela pero lo estamos consumiendo en fast food :el Hola contra El País.
No hubo que esperar tanto como para leer sobre su amor en “ Travesuras de la niña mala”