Siempre hubo un cactus delante de nuestros nichos en el cementerio. Tenía una gran vasija y una peana metálica.
Pasó más de diez años allí, acompañando al abuelo.La abuela lo cuidaba y lo regaba, aunque no necesitaba mucha agua. Nunca nadie lo robó. De aquellas los cactus no molaban, eran los ochenta.
El cactus del cementerio, era nuestro trébol, nuestro olivo, nuestra flor de lis; hasta que alguien lo quiso llevar.
Alguien consideró que no estaba bien allí. Después de mil borrascas en las que nunca cayó, después de acompañar a nuestros muertos más tiempo del que nosotros los vivos, el cactus se trasplantó.
Lo llevaron para O Condado y yo no lo puedo soportar.
Nuestro cactus lleva seguro parte de nuestro espíritu familiar. Tantos años pasó allí con los nuestros. Seguro que la abuela que ya está allí lo echa de menos, porque ella lo plantó.
La última vez que hablé de él, me ofrecieron el tibor y la peana. Pero yo echo de menos la planta, por lo menos una foto para ver cómo está.Allí donde lo tienen quizá algún día sucumba a algún incendio o se muera de una vez, y con él se irá parte de nuestro ser.
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Muy original relato.
ResponderEliminarMe has dado una buena idea, gracias
ResponderEliminarEs curioso como se pueden echar de menos cosas como un cactus. Luego la realidad nos dice que no es el cactus sino lo que representaba ¿a que sí?
ResponderEliminarSaludos y con permiso, me quedo un rato.
Tienes toda la razón, Pensadora!
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